viernes, marzo 22

Mañana ajetreada.

Eran las siete en punto de la mañana cuando el despertador me gritó que tenía que levantarme de la cama, comenzaba mi día. Hoy no tenía clase, pero aun así tenía que recoger las notas a las nueve en punto de la mañana, y como de costumbre, Marta me acompañó, quejándose, pero me acompañó.
Sobre las ocho y media, me asomo a la ventana, vi a una enana de pelo encrespado, con el brazo levantado, saludándome desde la otra esquina de mi calle, sin duda, era Marta. Después de un largo recorrido en guagua (autobús)  llegamos a mi instituto donde la recogida de notas fue un entrar y salir en toda regla. Pero, ¿se acabaría tan rápido la mañana Orbit? Ni de coña, ahora empieza lo mejor.
Cogimos una guagua que nos llevaba a la calle mayor de la ciudad, donde se encuentra uno de los distritos del ayuntamiento en el que solicitamos el permiso de utilización de las ecobicis gratuitas de la ciudad. Durante el trayecto, ya Marta y yo estábamos mirando a un dulce ancianito, que se notaba que tenía la cabeza ya media ida, aun así no dudo en ligarse a las otras ancianitas que iban con nosotros en la guagua (autobús), claro, en lo que nosotros no habíamos caído era en que el viejo era mas listo que nosotros dos juntos, de un momento a otro, el hombre empieza a buscar en su bolsito y de repente, saca un Samsumg Galaxy SIII, claro, en ese momento, nos quedamos en  tres catorce, es raro ver a un hombre de semejante edad Whatsappeando, ¿Tendría Facebook? a saber. 
Una vez llegamos, empezamos a buscar aquel distrito por todos sitios, pero ni el Navegator ni el Google Maps de mi Smartphone nos dejaba claro por donde coño teníamos que ir, eso de vete a la derecha, luego a la izquierda, ahora sigue recto, no nos cuadraba. Pero ya sea por intuición, por inteligencia o por simplemente demasiada suerte, llegamos. Entramos, nos sentamos y comenzó la fiesta. Cogimos un número, era el doce, pero el marcador iba por el ochenta, lo cual no quedaban treinta y dos personas por delante. La pequeña y horrible sala de espera, estaba llena de gente, gente que se estaba descojonando con las chorradas que Marta estaba soltando por la boca, primero empezamos hablando de lo ilusionados que estábamos por la gran fiesta que vamos a pegarnos esta noche, fiesta de la que tenemos miedo de que se suspenda por la jodida lluvia que ha caído durante todo el día. Imaginaos, a Marta y a mi, sentados como niños chicos en aquellas incómodas e inestables sillas de madera, con las cabezas pegadas y contando nuestra puta vida en alto, mientras todo el mundo se estaba enterando de todo. Según el marcador iba pasando números y cada vez llegaba el momento de que por fin nos tocara, a cada numero que pasaba, Marta daba un pequeño grito y daba pequeños saltitos, sé que estaba ilusionada, pero fueron motivos suficientes para plantearme matarla
¡DOCE! ¡Por fin! Entramos avergonzados, educadamente, les dimos nuestros documentos de identidad y nos denegaron el permiso, pero es una larga historia que ya Marta contará en otra entrada, ya que ella se sintió mas afectada y quiere contároslo desde su punto de vista. Al caso, Marta fue llamando a la mujer hija de puta desde que nos despedimos de ella, hasta que por fin volvimos cada uno a casa. 
¿Una mañana perdida? No, las quedadas de los Orbit nunca son momentos perdidos, pero en este caso, sí insignificantes.